El estigma de los criminales

El estigma de los criminales

marzo 18, 2015 0 Por Cool Tattoo SL
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En los batallones disciplinarios del ejército francés en el norte de África, durante el siglo XIX, los hombres tenían un doble motivo para tatuarse: eran a la vez prisioneros y soldados. Entre estos criminales expatriados en Marruecos, Argelia o Túnez, tres de cada cuatro lucían marcas en la piel, por jactancia y mimetismo.

La jerga designaba el tatuaje como ‘bousille’ (en lenguaje familiar, ‘chapuza’), y tenía un código icónico especial. Así, un grano de uva indicaba que se había pasado por las secciones disciplinarias de la marina; pico y pala cruzados sobre un cráneo evocaba los batallones de trabajos forzados, y una cabeza de cerdo representaba los suboficiales, a menudo acompañado de frases antimilitaristas como «muera el ejército». Los tatuadores más o menos diestros que había en cada unidad trabajaban durante las siestas, el tiempo de descanso en las horas más calurosas de la jornada. Dependiendo de las siestas invertidas, el cliente pagaba con cigarrillos u otros productos de consumo.

Una marca de identidad

Desde 1861, los prisioneros rusos deportados a Siberia por el régimen zarista se les tatuaban en la cara y las manos en función de sus crímenes o de la pena impuesta con instrumentos de madera con mango y una serie de agujas formando letras. Por ejemplo, una V para los bandoleros, SP para los exiliados, o una K para los destinados a trabajos forzados. Como respuesta a esta práctica degradante, los mismos reclusos se tatuaban entre ellos con profusión, con diseños perfectamente codificados que conformaban una tarjeta de identificación criminal. Se hacían constar las cárceles y los campos visitados, las especialidades criminales del portador, así como el número y la naturaleza de las condenas (traducidas, por ejemplo, en el número de cúpulas de una iglesia ortodoxa sobre la piel).

También el rango que ocupaba en la jerarquía del inframundo, encabezada por los Vory V Zakone, la aristocracia delincuencial formada por los carteristas de élite. Estos aparecieron en los campos a finales de la década de 1920, se cooptaban entre sí y ejercían de jueces de paz entre la población reclusa. Por ejemplo, una cruz ortodoxa coronada indicaba que eran los «reyes de los ladrones», y una estrella de ocho puntas sobre las rodillas, que nunca se arrodilla ante la autoridad. Signos como estos servían a los presidiarios para identificar los amigos y los potenciales rivales peligrosos, una práctica que sigue vigente hoy en día entre los criminales rusos.

Un espectáculo de feria

Territorio privilegiado para los amantes de la tinta corporal se convirtieron los circos y ferias de atracciones ambulantes del siglo XIX, que no estaban completos si entre enanos, siameses y mujeres barbudas no tenían su hombre -y pronto mujer- tatuado de pies a cabeza. El primer occidental en exhibirse voluntariamente fue el francés Jean Baptiste Cabri (1780-1822), adoptado por los nativos de las islas Marquesas tras un naufragio, y pronto le siguió el inglés Joseph Rutheford (1790-1830), que aseguraba -falsamente y para aumentar su caché- haber sido tatuado a la fuerza como prisionero de una tribu maorí en Nueva Zelanda.

Hay una larga tradición de historias inverosímiles y difícilmente comprobables destinadas a atraer la atención morbosa del público. Como la del mundialmente famosísimo capitán Costentenus, griego de Albania presuntamente capturado por tártaros chinos en Birmania, que había sufrido durante meses «más de siete millones de punzadas que hicieron correr la sangre», o la de la americana Nora Hildebrand, tatuada con 365 motivos por su padre bajo la amenaza de Toro Sentado, que les había hecho prisioneros…


Autor: Àlex Novials (texto), Agustí Alcoberro (asesoramiento).

Más información: Revista Sàpiens nº152.

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